29 de Noviembre de 2024
Director Editorial Lic. Rafael Melendez | Director General - Dr. Rubén Pabello Rojas

Fentanilo, el gran asesino de masas

 

 

 

 

 

 

 

Es la gran amenaza. Un polvo blanco y barato, 50 veces más poderoso que la heroína, que mata cada año a más de 70.000 personas en Estados Unidos e incontables en el resto de América.

EL PAÍS

CDMX

La vida se detiene en la avenida de Kensington cada 10 minutos más o menos. Sucede cuando el metro zumba por las vías elevadas, una estructura de acero azul que sobrevuela esta calle de Filadelfia, una auténtica ratonera. El estruendo no permite pensar, pero al menos durante ese instante los problemas de la zona cero de la crisis del fentanilo en Estados Unidos quedan en suspenso. Después, ya volverán a la pelea bajo las vías los adictos y los voluntarios que los auxilian, los dealers y la policía, los youtubers y los turistas atraídos por las noticias, los comerciantes armados y los vecinos que resisten en este gigantesco mercado de la droga al aire libre. Centenares de consumidores del potente opiáceo, 50 veces más fuerte que la heroína, viven y mueren en estas calles. Algunos, como Daniel, que perdió todos los dedos del pie a causa del frío, deambulan por ellas desde hace años como extras en una película de zombis. Otros no pasan de su primer mes aquí.

La suerte de todos ellos se echa a unos cuatro mil kilómetros, al lado de otras vías del tren, las que atraviesan Culiacán, en el corazón del territorio del narco mexicano. Allí, un cocinero de fentanilo que pide llamarse Miguel lleva a cabo macabros experimentos con un puñado de adictos que prueban la mercancía antes de mandarla a Estados Unidos. Empieza con una dosis, un tercio puro y el resto una mezcla de anestésicos baratos. Las “cobayas humanas” se lo inyectan ante él. Si le dicen, “no, pues no me dobló, no me durmió, échale más”, aumenta la pureza. Asegura que nunca se le murió nadie.

Culiacán, capital de Sinaloa, y Filadelfia, postal y símbolo de la mayor crisis de drogas de la historia de Estados Unidos, son dos de las estaciones del viaje de una dosis de fentanilo. Más de 18.000 kilómetros separan la aguja de Daniel de los laboratorios chinos de Wuhan, en los que se fabrican los precursores químicos necesarios para sintetizar la droga. Ese polvo blanco y barato que se inyecta, se fuma o se toma en píldoras es responsable de las dos terceras partes de las 107.888 muertes por sobredosis registradas en Estados Unidos en 2022, un récord histórico. Son unas 295 al día, como si cada mañana se estrellara un avión de los grandes en el aeropuerto de Nueva York.

Con el objetivo de descifrar todas las aristas de un problema global, EL PAÍS ha seguido el rastro a través de ocho ciudades, tres países y dos continentes al asesino en serie más eficaz de los adultos estadounidenses de entre 18 y 49 años, a los que mata más que los accidentes de tráfico y las armas de fuego.

Es un viaje con paradas en los tugurios donde el narco cocina el fentanilo y en los puertos del Pacífico, corroídos por la corrupción. Por la maquinaria de propaganda de Pekín y por los despachos de Washington en los que trabajan los estrategas de una guerra de momento perdida. Se cuela por la frontera con México, en la que en 2022 las autoridades se incautaron de 370 millones de dosis letales, más que suficientes para matar a toda la población de la primera potencia mundial, y sube por las carreteras por las que los camiones lo llevan, escondido entre botes de frijoles, hasta las malas calles de Filadelfia o San Francisco, las dos ciudades que encabezan las clasificaciones de muertes por fentanilo en el mundo.

  1. EN LA GUARIDA DEL NARCO: UN ‘COCINERO’ EN SINALOA

Miguel es, en la definición de las autoridades estadounidenses, uno de los “químicos cualificados” que emplea el cartel de Sinaloa para la producción a gran escala de fentanilo. Aunque Miguel no se llama Miguel. Tampoco es químico. Ni siquiera terminó la secundaria.

Trabaja como cocinero en el territorio de Los Chapitos, los cuatro hijos del Chapo Guzmán que heredaron el negocio mientras el padre cumple cadena perpetua en Colorado (EE UU). “Yo aprendí a cocinar mirando a otros”, asegura Miguel, tirado en el sillón de la casa “de seguridad” a las afueras de Culiacán (Estado de Sinaloa, México) en la que ha aceptado contar su historia con la condición de preservar su anonimato y de que el reportero no desvele ningún detalle que lo delate. El otoño ya entró, pero afuera hace más de 30 grados. El zumbido del aire acondicionado acompaña la conversación, de casi una hora, en un salón medio vacío.

Dice que tiene 29 años y que se gana la vida fabricando fentanilo en la sierra, cuna de narcos históricos, como El Chapo. Dice también que se la gana bien: hace unos 450.000 pesos limpios al día (más de 25.000 dólares, 24.000 euros).

De niño, trabajó en el campo. A los 13, empezó de “puntero”, vigilando un trozo de carretera para los narcos. A los 15, unos tíos suyos lo invitaron a servir en un laboratorio de heroína como chico para todo. Le pagaban 500 pesos. “¿Usted no lo habría agarrado?”, pregunta, sin esperar respuesta. “Obvio que lo iba a agarrar”.

Primero aprendió a convertir la goma de opio en heroína. Después se dedicó a la metanfetamina, mientras estuvo de moda hace algo más de una década. No le gustaba: el olor le daba ganas de vomitar. Su “cocina” de fentanilo en las montañas es un chamizo pequeño, cubierto por unas lonas y oculto por las ramas. Esa es otra de sus grandes ventajas sobre la heroína: no es solo una sustancia mucho más poderosa y adictiva, es también mucho más fácil de producir y transportar. No hacen falta extensos campos de amapolas, ni campesinos que los cuiden, ni tener suerte con la temporada de tormentas.

Para sintetizarla, Miguel sigue una receta de tres pasos. Se refiere a los precursores químicos necesarios para la fórmula como los “líquidos”. ¿Cuántos emplea? Se queda unos segundos en silencio mientras cuenta con las manos: “10, más la base”, dice. De sus “proveedores”, en cambio, no cuenta nada.

Al final del proceso, pone la espesa mezcla a secar sobre una tela extendida. De ahí, salen unos grumos que pasa por una licuadora casera hasta que queda un polvo blanco. El kilo de precursores chinos le cuesta al cartel, según la DEA, la agencia de narcóticos estadounidense, unos 800 dólares. De ahí, salen cuatro kilos de fentanilo. La ganancia puede llegar a suponer entre 200 y 800 veces lo que pagaron al inicio. Es decir, de 160.000 a 640.000 dólares por kilo. Por eso, cuando la demanda aprieta, se juntan hasta 14 a trabajar.

Sinaloa, Estado del noroeste de México, es uno de los puntos calientes de la producción de la droga que tiene en jaque a Estados Unidos. La mayor parte de las incautaciones del Ejército se concentran aquí. La zona de Culiacán y alrededores, uno de los epicentros del imperio de la narcocultura, con su culto al crimen organizado como estilo de vida, está controlada por Los Chapitos. En febrero, detuvieron a Ovidio Guzmán, el hermano menor. La orden del narco fue, después de eso, parar: no hacer ruido, bajar el nivel. “Esperar tantito”. Así que Miguel tiene en suspenso su laboratorio. Dice que de momento está tranquilo con los ahorros y que confía en que vuelva a haber trabajo.

Durante la conversación, se refiere una y otra vez a “la plebada”, término sinaloense para nombrar a “los muchachos”. Dice: “Yo no estoy revuelto con la plebada”. O: “La plebada tiene sus trabajadores”. O: “A veces toca hacer cosas con gente de la plebada”. Casi al final, habla directo: “La plebada son Los Chapitos”.

Afirma que no trabaja en exclusiva para ellos. Que tiene sus clientes, que son gente tapada, empresarios que funcionan bien, “que se llevan los kilos”. Él prefiere no andar muy cerca de los hombres de Los Chapitos. Porque “si te mandan a matar a una persona, tienes que ir a matarla. Y mi negocio no es matar gente, oiga, mi negocio es trabajar”. Por eso Miguel tiene el laboratorio en la sierra, y por eso, cuando termine la entrevista, saldrá a toda prisa para su rancho. No quiere “tener pedos con la plebada”.

  1. LOS ADICTOS: APOCALIPSIS EN SAN FRANCISCO

Son las 11.30 de otro día neblinoso en Tenderloin, un barrio del centro de San Francisco de pasado bohemio convertido en apocalíptico símbolo de la decadencia de la ciudad pospandémica. Joseph, de 41 años, vive en estas calles. Lee, sentado en el suelo, una crónica de la guerra de Ucrania en un periódico atrasado. Le gusta saber lo que pasa en el mundo, dice. No duerme mucho, casi siempre de día, para evitar que le roben lo poco que tiene: una mochila y una bolsa de plástico que arrastra al caminar, porque le cuesta hacerlo erguido.

Llegó a San Francisco en 2016 desde Chicago. Vivió con una novia en un apartamento del centro. Tras romper con ella, se agravaron sus problemas previos de adicción y acabó engrosando la estadística de las 653.000 personas sin techo que malviven en Estados Unidos, un 12% más que el año anterior, otro máximo histórico.

El periódico también le sirve para envolver medio gramo de fentanilo, algo de crack, papel de aluminio, y un mechero. En un callejón apartado, saca una pipa, la enciende y aspira. Se dobla sobre sí mismo y se balancea. Un par de minutos después, de vuelta de algún lugar al límite de la conciencia, confiesa: “Yo antes consumía heroína. Esto es mucho peor, cada vez quiero más. Y lo necesito cada 40 minutos. Si no, me vuelvo loco”. Según la neurociencia, su efecto es más fuerte y más corto, lo que provoca que sus adictos vivan en la ansiedad que describe Joseph. “Y lo que es peor: nunca es como la primera vez”.

Hay centenares de personas que, como él, buscan en Tenderloin volver a sentir lo que la primera vez. Casi todos tienen un historial de consumo de drogas a sus espaldas y muchos cuentan que acabaron en el fentanilo por algún revés de la vida: una enfermedad, una pérdida, la epidemia de salud mental que azota el país… Son blancos en su mayoría, figurantes en el tercer acto de la tragedia de los opiáceos, que empezó en los años noventa con unas pastillas con receta llamadas Oxycontin, fuente de riqueza y oprobio de la familia Sackler, continuó con el resurgir de la heroína a principio de siglo y desde mediados de la década pasada protagoniza el fentanilo, que barrió de las esquinas a todas las demás.

Los adictos subsisten en el centro de San Francisco entre tiendas de campaña, sillas de ruedas, alcantarillas humeantes y basura. Por la mañana, compran el veneno barato que los mata lentamente. A mediodía, se procuran un zumo, o algo de comer. Algunos forman grupos para estar protegidos; no se dicen mucho inteligible, pero cabecean juntos. Cuando están colocados, se quedan tirados de cualquier manera, sujetos por la cabeza contra el pavimento. Cuando no, sonríen a los extraños, dicen gracias y buenos días, como si quisieran aferrarse a la brizna de humanidad de la buena educación.

Un hombre yace semiinconsciente en el distrito de Civic Center, donde se encuentran la mayoría de edificios gubernamentales de San Francisco. CARLOS ROSILLO

A cada rato, alguien grita “¡sobredosis!”, y sale corriendo un tropel armado con inhaladores de naloxona. El Narcan, en su formulación comercial, actúa sobre los mismos neurorreceptores que el fentanilo, desactivando su efecto fulminante. Según un estudio del Hospital General de Massachusetts, lo que contribuye a que sea una droga peligrosísima es que el consumidor de una cantidad demasiado alta deja de respirar antes incluso de perder la conciencia. Cuando la alarma por sobredosis es falsa, los resucitados se escabullen a paso ligero, sin tiempo de agradecer su suerte. Nadie quiere acabar en el hospital: una noche sin fentanilo es peor que la muerte.

Ante ese panorama, la mayoría de los locales ha cerrado. En las esquinas, los vendedores de droga, centinelas con pasamontañas, velan por la buena marcha de su negocio sin quitarse el ojo los unos a los otros. Es fácil distinguirlos: no tienen pinta de estar colocados.El orden y la seguridad de los vecinos corren a cargo de los voluntarios de asociaciones como Urban Alchemy, que recibe financiación del Ayuntamiento. La policía tiene otras prioridades. Después de tres meses de visitar Tenderloin varias veces por semana, resulta inevitable pensar que la ciudad entregó el barrio a los drogadictos, y que la vida está organizada en función de ellos.

En 2021, la alcaldesa demócrata, London Breed, declaró la emergencia, pidió ayuda al Estado de California y al Gobierno federal. Desde entonces, la policía de tráfico estatal y la Guardia Nacional colaboran con los agentes locales persiguiendo a las mafias de la droga. En noviembre, se esforzaron en limpiar las calles con motivo de una cumbre de países de la región eje Asia-Pacífico de la que salió el compromiso del presidente Joe Biden y de su homólogo chino, Xi Jinping, de colaborar mejor para atajar la crisis. Solo fue un espejismo. Se marcharon los líderes mundiales y regresó el apocalipsis.

  1. LOS PRECURSORES: DE WUHAN AL MUNDO

El 15 de diciembre de 2021, un empresario chino hecho a sí mismo pasó a ser uno de los hombres más buscados del negocio global del fentanilo. Se llama Chuen Fat Yip. Tiene 70 años, ojos marrones, 1,72 de estatura y 68 kilos de peso. Nació en Wuhan. El Departamento de Estado de Estados Unidos ofrece una recompensa de cinco millones de dólares por cualquier información que conduzca a su arresto.

Chuen dirige, según Washington, una “organización de narcotraficantes que opera en China continental y Hong Kong” y “controla un grupo de empresas que venden compuestos y precursores químicos”. Una de ellas es Wuhan Yuancheng Gongchuang Technology.

Esa empresa tiene una web activa, en la que dice que exporta a más de 20 países. Hay un número de teléfono. Al otro lado, suena la voz de un hombre. Al preguntarle por las sanciones, se excusa: “Yo solo soy un vendedor…”. Luego dejará de contestar a los mensajes.

Chuen defiende su inocencia. Asegura que el caso se sostiene en “informaciones no veraces” del reportero estadounidense Ben Westhoff. Así consta en una declaración de su empresa enviada en 2022 a un tribunal de Texas, donde, entre otras cosas, lo acusan de presuntamente acordar el envío de 24 kilos de 4-ANPP, un precursor del fentanilo.

Westhoff es periodista de investigación. Estaba trabajando en su libro Fentanyl, Inc. (2019, traducido al español como La fiesta se acabó) cuando dio con Chuen. Buceó en internet en busca de anuncios de precursores y encontró copiosa publicidad de empresas en China dedicadas a su producción y exportación. Casi todos los caminos parecían conducir a una misma matriz: Yuancheng.

Era 2017, y producir y vender esos precursores era aún legal en China. Parte del problema siempre ha sido ese: no estaban prohibidos. Contribuían a la muerte de decenas de miles de personas en la otra punta del mundo, aunque no hicieran daño en esta. Una de las fuentes de información oficial más actualizadas es un reciente documental emitido por la televisión estatal. Asegura que en China, con una de las regulaciones antidroga más severas del mundo, el abuso del fentanilo es “prácticamente desconocido”. Desde 2017, la República Popular ha resuelto 397.000 casos criminales relacionados con estupefacientes; menos de 10 estaban vinculados con el opiáceo.

El documental reconoce la dificultad de seguir la pista a las nuevas variantes. En 2013, ya había 13 tipos de fentanilo. Una década después, superan el medio centenar solo en China. Desde 2015, Pekín ha ido aumentando el número de sustancias controladas: seis, aquel año; cuatro, en 2017; dos más al siguiente. El NPP y el 4-ANPP entraron en 2017 en la lista de los compuestos perseguidos, así que los vendedores en línea de China comenzaron a ofrecer a Westhoff sustitutos legales. Este, por teléfono desde San Luis (Misuri), resume así la espiral: “Hay un montón de diferentes productos químicos que se pueden utilizar para hacer fentanilo, y que en China son legales”.

En mayo de 2019, Pekín dio el paso de prohibir todas las sustancias análogas. Antes, en los primeros años de la epidemia, una parte importante del fentanilo que llegaba a Estados Unidos lo hacía desde el país asiático, en paquetes enviados por correo ordinario. Cuando se fueron apretando las tuercas de su producción en Asia, los narcos mexicanos (y no solo; hay laboratorios también en Estados Unidos o en Canadá, donde acaban de desarticular en Vancouver el más grande descubierto hasta la fecha) aprendieron rápido la lección de cómo cocinarlo, pero, siguieron necesitando de China los ingredientes de la receta: los famosos precursores.

En febrero de 2018, Westhoff se hizo pasar por un comprador y al fin llegó a la empresa de Chuen en Wuhan. Además de famosa por ser la cuna del coronavirus, la ciudad es la capital de la provincia de Hubei, uno de los polos químicos del país, así como la sede de varias empresas sancionadas por Estados Unidos por su vinculación con el fentanilo.

China es la mayor productora mundial de ingredientes farmacéuticos, pero no siempre fue así. El cambio llegó con las reformas aperturistas de Deng Xiaoping. En 1985, cuando comenzaban a admitir capital extranjero, una de las primeras farmacéuticas en aterrizar fue la belga Janssen. Su fundador, el doctor Paul Janssen (1926-2003), era un amante de China y corrió a ser uno de los primeros visitantes extranjeros a los guerreros de terracota de Xi’An. También fue el químico que sintetizó fentanilo en 1959, que rápidamente pasó a ser uno de los analgésicos opiáceos más utilizados en todo el mundo.

El día en que Westhoff las visitó, había centenares de vendedores distribuidos por las oficinas de Chuen. Hacía frío. Hablaron fugazmente. Unos meses más tarde, lo llamaría por teléfono para contarle que era periodista. En su libro, aclara que Yuancheng no vendió mercancía considerada ilegal en China, pero que todo indica que era consciente de que sus precursores se usaban para fabricar ilegalmente fentanilo.

Yu Haibin, subdirector de la Oficina Nacional de Control de Narcóticos, uno de los primeros espadas de la lucha antidroga en China, explicó esta semana en una entrevista con EL PAÍS en Pekín que está al tanto del caso de Chuen Fat Yip. “Hasta ahora no hemos encontrado evidencias de que él o su compañía hayan violado la ley en China”, dijo. “Si Estados Unidos pudiera proporcionarnos pruebas obtenidas legalmente, podríamos emprender acciones conforme a la legislación china. Estamos abiertos a la cooperación”. El asunto refleja el problema de fondo. En mitad de uno de los peores momentos de la tensión geopolítica entre Washington y Pekín, la Casa Blanca ha seguido imponiendo en 2023 sanciones contra decenas de empresas y ciudadanos chinos. Pero las investigaciones chinas revelan que los equipos y las sustancias implicadas “no están controlados” en este país, dice Yu. Es decir, su comercialización no está prohibida.

En noviembre, Xi se comprometió en su reunión con Biden en San Francisco a hacer más por resolver la crisis. Yu explica que entre los próximos pasos a dar estará “una cooperación integral que incluye compartir información de inteligencia, la investigación de casos y el intercambio técnico”. De momento, no está claro si será suficiente. La DEA ha observado ya un aumento en el tráfico de precursores desde la India.