Por: Manuel Zepeda Ramos
Triste. Más que eso. Doloroso.
Un amigo de toda la vida es un hermano de sangre que hubiera nacido en el seno de tu hogar. Conviviste con él todos los días de la infancia. Desayunaste, comiste o cenaste alguna vez de cualquier día de la semana, en tu casa o en la suya. Con el fuiste a la escuela e hicieron juntos las tareas; estudiaron para el examen y enfrentaron las primeras adversidades y los primeros pleitos con otros grupos de chavos tan unidos como el nuestro.
Esos son los amigos de toda la vida. Esos son los amigos de verdad.
Después de seis décadas de vida constante, cuando las fuerzas disminuyen y se entra a la etapa última de la vida que puede ser larga si tú así te lo propones, la partida del amigo querido de toda la vida suele ser muy dolorosa.
Lo es porque de inmediato haces un recuento rápido de los quehaceres juntos y te das cuenta que son pedazos de la vida, insoslayables, que sirvieron para formarte y ser un hombre útil y fuerte que te permitió organizar un hogar sólido a donde los hijos llegaran y continuaran con la historia familiar. Esos pedazos de la vida en la niñez y la juventud fueron serios coadyuvantes para poder llegar a la tercera edad y poder recontar lo sucedido. Y allí quisieras que estuviera tu compa de toda la vida para ver juntos el pasado, desandarlo día a día y gozar de los puntos de unión, los cementantes que hicieron posible el triunfo que la vida nos brindó.
Pero resulta que ya no está porque la vida de la tercera edad, la que comienza a lacerar los órganos que sirvieron como soldados bien armados durante toda la vida de lucha en la formación cotidiana de tu futuro, flaqueó y marcó su vida a tope en letras rojas.
Y tú, también de la tercera edad, sabedor que te puede suceder lo mismo si flaqueas y das paso a las fuerzas que destruyen todo si así se los permites, sacas fuerza de cualquier parte para seguir viviendo este mundo maravilloso, este México que necesita tanto de los de la tercera edad porque ya vivimos lo suficiente para aportar lo necesario en la construcción de un muevo país que habrá de venir con mayores fuerzas porque así lo queremos quienes vemos el futuro con optimismo y la llegada a buen puerto de las nuevas generaciones que también lo exigen tácitamente; sacas fuerza desde adentro de tu ser, desde lo más profundo de tu alma poderosa para gritar con todas tus fuerzas: ¡Gracias por poder seguir viviendo en esta tierra que me necesita, que requiere de lo aprendido durante tanto tiempo y que habrá de servir para hacer mejores cosas en beneficio de México!
Creo que este podría ser el mejor homenaje a mi amigo que ayer partió al encuentro con los demás que ya no están y con quienes algún día, después de haber servido con el último aliento de mis fuerzas a este país que tanto nos necesita y a mi familia que tanto amo, habremos de reunirnos otra vez para volver a hacer el recuento necesario de nuestro paso por el mundo, por este mundo maravilloso que debiera permitirnos vivir eternamente mientras le sirvamos para poder transformarlo todos los días.
Todos los días se aprende, algunos días más que otros.
Lo que yo aprendí en mis primeros diez y seis años en mi Tuxtla de amor eterno, me sirvió para ver al mundo con optimismo, me sirvió para apreciarlo en su justa dimensión y ver en mis amigos de la infancia a los pequeños grandes guerreros que decidimos enfrentar al mundo con nuestros pertrechos acumulados en la escuela y en la calle, en el aula y en la cancha, en el pizarrón y en la alberca.
Es el homenaje que hoy te rindo, César querido; ingeniero de la vida y el deporte.
Tus hijos habrán de confirmar tu legado y la perpetuación de tu nombre.
Buen viaje. Allá nos veremos.