Jorge Arturo Rodríguez
Hace unos días, vi una foto de una mujer joven asesinada, en los matorrales tirada, así como si nada. Me quedé callado y pensé en qué habría sido de esa vida. Pero vivimos, o sobrevivimos, en un mundo donde las vidas no valen nada –¿José Alfredo Jiménez?- y las muertes nos son indiferentes, al igual que las desapariciones, secuestros y… Sólo hasta que nos pasa, muy cerquita, a la vuelta de la esquina, a un ser querido, es cuando reaccionamos.
El pasado 8 de marzo fue el Día Internacional de la Mujer y hubo de todo para su celebración. Eso ‘ta güeno, siempre y cuando se valoren los principios que lo vieron nacer, y no sólo sea palabrería y vámonos a olvidar otra vez.
Las cifras son muchas y elocuentes. Destaco sólo algunas aparecidas en el suplemento Revista del Diario Reforma (6-03-16): 2 mil 502 feminicidios ocurrieron en México en 2013; 120 mil ataques a mujeres en 2010; primer lugar mundial en ataques sexuales a mujeres en 2010, según la ONU; 31.8% de las mexicanas han sido agredidas en un lugar público; en 2013 hubo 861 muertes maternas en México; 682 mujeres fueron denunciadas por aborto de 2012 a 2015.
En política, hay 48 senadoras y 80 senadores; 241 alcaldesas y 2,204 alcaldes; 1 gobernadora (Sonora) y 31 gobernadores; 212 diputadas federales y 288 diputados.
En el terreno laboral, por cada 100 pesos que gana un varón con educación básica, una mujer percibe 78 pesos; por cada 100 pesos que gana un varón con educación superior, la mujer gana 92 pesos; entre 10 y 20 horas semanales más que los hombres dedican las mujeres a quehaceres domésticos. Existen 28.5 millones de mujeres pobres; 5.9 millones de mujeres en pobreza extrema.
La situación no es nada sencilla y ya llevamos años con esto; se avanza, sí, pero… ¿Qué y cuánto falta?
Ese día que vi la foto de una mujer joven asesinada, escribí el siguiente texto que ahora les comparto.
“Una sola vez (en el sofá mugriento y pegado a la ventana por donde la noche entraba apenas turbada por una lámpara al pie del refrigerador blanquecino abierto para nada, cerca de la cama preñada de ropas gastadas, a dos centímetros de la estufa incierta, juntito a la puerta que cerró ferviente, apasionada, dichosa de amor encontrado que poco después como un cigarrillo se acabó esfumado pero que dejó un embrión colmado de ese instante de caricias, besos, promesas y exigencias de más, más, más, porque era imperioso saberse viva de abrazos y la penetración de la delicia, cogiéndose ambos para nunca morir, y después masticar el olvido, tragarlo y vomitar ese pasado mezcla de odio, coraje y desvelos, andarse en la cuerda floja de los días y conseguir un bocado de penurias y empujones que dolían más que el desprecio, la indiferencia, el abandono y por eso, una cosa lleva a la otra, de pronto verse abierta, ajena, sintiendo la soledad en la pared rosácea con la que conversaba a cada minuto, a cada hora, para quedarse sólo con el quejido y el dolor de la distante alegría emponzoñada de traiciones), Melisa hizo el amor a sus quince años para tiempo después amanecer golpeada, violada, un cuerpo sin alma ni reclamos, muerta en las afueras de la ciudad llamada como muchas otras, cierta a no encontrar el camino porque no hubo ni si quiera principio”.
De cinismo y anexas
Inmaculada Gutiérrez Porcel escribió el siguiente microcuento titulado “Pequeños detalles”: “Hoy mi mujer me ha traído flores. Debo de haber muerto”.
Por lo pronto, ahí se ven.