Por Sergio González Levet
El gurú y el dinero
Estamos frente al mar. El gurú ha estado viendo largamente las olas que vienen y van, que van y vienen, que vienen y van. Mete en ellas sus pensamientos y deja que ellas se queden en su mente. Dicen que el estado perfecto de la meditación es cuando logras poner en blanco tu cerebro, vaciarlo por completo y dejar que la divinidad se haga una contigo.
Yo no lo creo mucho, porque siempre he pensado que lo pasivo nunca puede llevarte a algún fin; que para llegar a algo o conseguir algo, hay que emprender una acción o un pensamiento.
Pero los meditadores piensan que ése es el camino.
Por fortuna, mi gurú, aunque yo le haya puesto un sobrenombre tan hindú, no tiene nada que ver con la meditación -trascendental o no- y dedica sus pensamientos a objetivos más bien materiales e históricos.
Y nada más apegado a lo material que la frase que me suelta, inicio de una perorata mayor, que sale de su profundo amor por la época de oro de los boleros y los trovadores:
—El dinero no es la vida, es tan sólo vanidad… pero ten cuidado que no te enrede la poesía con esta frase, porque puede servir muy bien a los fines de quienes quieren quedarse con todas las riquezas del mundo, aunque terminen condenando a la pobreza a todos sus semejantes.
—No me importa precisamente atesorar una gran fortuna —le digo como para ponerme en una buena atalaya de lanzamiento.
—No, y está bien. Pero procura hacerte de un patrimonio que te permita vivir decorosamente (en donde “decorosamente” quiere decir que vivas con las comodidades y hasta los lujos que tú quieras). ¿Por qué? Porque si tienes recursos suficientes para vivir o sobrevivir, no tendrás que perder el tiempo consiguiendo dinero para mantenerte y mantener a los tuyos. Y como tendrás tiempo, podrás hacer las cosas y podrás pensar las ideas que te hagan un ser humano mejor.
—Pero, ¿cuál es la medida justa de lo que debo obtener? —suelto el anzuelo, que el gurú atrapa con gusto, y de ahí me lanza su lista de recomendaciones, su escala de Jacob financiera.
—Primero: cobra por tu trabajo en lo que vale, no lo regales.
—Segundo: no te corrompas, no robes, no pases por encima de los demás. El dinero bien habido se queda contigo; el otro, así como viene fácilmente, se escurre como arena entre las manos y se pierde en la inmensidad de las playas de la economía.
—Tercero: vive bien, aunque frugalmente. No exageres en los placeres ni gastes de más. Tampoco seas miserable, que cuesta mucho serlo.
—Cuarto: atente a lo que tienes y nunca pidas prestado lo que no puedas pagar.
—Quinto, y me repito: no robes, nunca, pero en este caso los dineros públicos, porque son de todos y eso no quiere decir que sean de nadie. Deja que se apliquen en el bien público y te sentirás muy bien, satisfecho, congruente, en paz con tu conciencia.
—Sexto, y muy importante, y también me repito: no regales tu dinero. Cobra justamente por lo que vales, no pagues de más, no gastes de más…
La frase final me explicó hacia dónde iba su intención con esta charla, que parecía rara en él:
—Y lo que se aplica para tus finanzas personales, se aplica para las finanzas estatales y vale también para las finanzas nacionales. El hombre es la unidad, y de ahí parte toda la economía…
Y volvió a mirar al mar, y a ensimismarse.
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