Jesús Reyes Heroles
Columnista invitado
Autoridades repiten incansablemente que la depreciación del peso no ha incidido en la inflación. Más aún, algunas afirman que no permitirán que eso suceda. La sociedad está sorprendida por la situación y atónita con el planteamiento de la Procuraduría Federal del Consumidor. Por lógica económica es inevitable que una devaluación prolongada del peso, un tipo de cambio más alto, tarde o temprano incida en los precios, si bien algunos factores pueden retrasar y/o atenuar dicho impacto.
Lo que no es razonable es suponer que no va a suceder, y mucho menos que se evitará con un “operativo a nivel nacional que permita controlar el incremento de precios injustificado”.
A partir de septiembre de 2014 el tipo de cambio nominal aumentó de 13.2 a 17.1 pesos por dólar, un incremento nominal de 29.5 por ciento. En tanto, durante el mismo periodo, los precios al consumidor aumentaron sólo 2.1 por ciento, esto es, una diferencia de 27.4 por ciento entre ambos. El último dato del Índice Nacional de Precios al Consumidor (INPC) indica que la inflación anual de la primera quincena de agosto fue la más baja de la historia (2.6 por ciento). Ésa es la información que da lugar a la afirmación de que el tipo de cambio no ha afectado los precios.
Entre los factores atenuantes que explican ese resultado se encuentran una disminución del precio del gas natural y que el precio de los combustibles no ha sufrido modificación desde enero. Ambos factores contribuyeron a una disminución de las tarifas eléctricas. También inhibe y retrasa el alza de precios una economía que crece a tasas muy bajas, y genera un creciente desempleo. Por lo pronto, en el corto plazo los salarios han observado un ligero aumento real.
Sin embargo, el efecto de la devaluación del peso ya se observa en los precios al productor, si de éstos se sustrae el efecto del petróleo. Quizá el componente de mayor interés del Índice Nacional de Precios al Productor (INPP) es el que se refiere a las industrias manufactureras, que aumenta a tasas cercanas a cinco por ciento (4.8 por ciento en julio) o aún más, si se atiende el componente de mercancías manufactureras para uso final, cuya tasa anual fue 6.7 por ciento en julio. Este indicador también se incrementó en 2008, cuando a partir de abril los precios comenzaron a aumentar.
El asunto no es si un aumento sostenido del tipo de cambio peso/dólar va a incidir sobre la inflación, sino cuándo y cuánto. Por tanto, es importante anticipar las implicaciones correspondientes, en especial sobre las finanzas públicas. Por una parte, está el impacto sobre las compras de bienes y servicios por parte del sector público, que coincidirá con la disminución que traerá el presupuesto de austeridad que se prepara. Por otra, está el impacto que una inflación más alta tendrá, tarde o temprano, sobre las tasas nominales de interés y, éstas sobre un mayor servicio de la deuda pública.
Por último, está la incógnita de cómo manejará el gobierno la apertura en materia de gasolinas. La reforma energética establece que la libre importación de gasolinas y diésel será hasta enero de 2017. También señala que el precio máximo de esos bienes estará determinado por la Secretaría de Hacienda hasta cuando mucho enero de 2018; esto representa una oportunidad para que, en caso necesario, el gobierno utilice, como expediente antiinflacionario, reducir el precio máximo de las gasolinas antes, a pesar de su impacto negativo sobre los ingresos del erario público.
La evidencia sobre el comportamiento reciente del tipo de cambio y la inflación plantea múltiples interrogantes sobre el mecanismo de transmisión entre ambos. No se está repitiendo la misma intensidad y velocidad de repercusión del mayor tipo de cambio sobre la inflación, lo que requiere atención. Entre más rápido se identifique cómo ha cambiado dicho mecanismo, mejor, ya que la política macroeconómica podrá ajustarse para minimizar el inevitable impacto negativo que vendrá con una mayor inflación.