Alejandro Encinas Rodríguez
Columnista invitado
Poco convincente resultó el “les ofrezco una sincera disculpa”, con el que Enrique Peña Nieto pretende superar el escándalo en que ha estado involucrado junto con su esposa y sus colaboradores cercanos al, presuntamente, haber incurrido en conflicto de interés por la adquisición de bienes inmuebles que, pese a las “exhaustivas indagatorias” del titular de la Función Pública, no lograron acreditar el origen de los recursos para su adquisición ni demostrar las operaciones mercantiles regulares de compra-venta de cualquier inmueble.
El escándalo suscitado tras la aparición de la primera dama en un reportaje para una revista del corazón, desde la ostentosa residencia en las Lomas de Chapultepec, conocida como la Casa Blanca, llevó, en un hecho sin precedente en el memorial del supremo presidencialismo mexicano, a que, primero, el presidente pidiera a su cónyuge dar una explicación pública sobre el origen de dicha propiedad, y hoy, a ofrecer una disculpa al cobrar conciencia de que “estos acontecimientos dieron lugar a interpretaciones que lastimaron e incluso indignaron a muchos mexicanos”.
La “exhaustiva” pesquisa a cargo de Virgilio Andrade concluyó en que las conductas de las partes involucradas fueron legales y por tanto no existió conflicto de interés. Se trata de una resolución memorable para el anecdotario del realismo mágico que rige los asuntos públicos del país, y que trascenderá en la cultura popular como un atentado contra la inteligencia de los mexicanos, pues resulta inaceptable que quien realizó el deslinde de responsabilidades es un funcionario nombrado por el propio Ejecutivo federal, que actúa como juez y parte, y que como tal, no resolverá en contra de alguien a quien debe lealtad y de quien es subordinado.
La denuncia de estos hechos desató una feroz persecución que derivó en el despido de Carmen Aristegui de uno de los noticiarios con mayor audiencia en la radio nacional, quien realizó la investigación periodística e hizo públicos sus resultados, así como en la estigmatización del ex jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, a quien se señala como culpable de “filtrar” la información.
Coincidentemente, el mismo día en que se dieron a conocer las conclusiones de la investigación y las disculpas presidenciales, sesionó el Consejo Nacional de Seguridad Pública. Dicha reunión, de la que se esperaba el anunció de cambios en los responsables del fracaso de la estrategia de seguridad y medidas firmes ante las evidentes debilidades institucionales y la corrupción que permitió la fuga de Joaquín Guzmán Loera, derivó en un simple acuerdo para fortalecer el sistema carcelario.
Lo mismo ha sucedido en todos los asuntos que han sacudido a la opinión pública. A más de un año de las ejecuciones extrajudiciales en el municipio de Tlatlaya, donde la CNDH ha reconocido violaciones graves a los derechos humanos y la Defensa Nacional ha sancionado a los responsables en el ámbito del fuero militar, la autoridad civil se mantiene impávida.
En el homicidio de seis personas y la desaparición de 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, han sido detenidos algunos de los autores materiales de menor rango, en tanto al exedil José Luis Abarca se le consigna por el homicidio del dirigente Arturo Hernández Cardona, mas no por la desaparición de los normalistas, y el exgobernador de Guerrero, funcionarios y dirigentes partidarios asociados con el señor Abarca gozan de cabal libertad.
Las expectativas de crecimiento económico se derrumbaron debajo del dos por ciento; la pobreza se incrementa y el peso se desploma, pero eso es bueno para México. En fin, disculpe usted.
El presidente debe a los mexicanos más que disculpas. Las disculpas no resuelven los problemas. Se requiere una visión de Estado, cambiar el rumbo y tomar decisiones firmes. Lo cual no se atisba en el horizonte.