Gilberto Haaz Diez.
*Este par de días, 21 y 22 de noviembre, rememoro un par de escritos, el de hoy en Washington, en 2008, cuando Obama se alzó con la presidencia y visité Arlington, el cementerio donde sepultaron a JFK. El escrito de mañana, a Dallas, Texas, donde fue asesinado, a 51 años de su muerte.
En el trayecto entre Washington y Nueva York. Un día después de que nació la Obamanía. De que ya nada será igual para los americanos. De que Barack Obama se levantó con la victoria y los Mitofskis gringos dicen que el país se volcó como nunca. Un 80 por ciento votó y eso dio el reflejo de todo el carnaval que celebraron por la noche. Solo les faltaron los papaquis. Anoche dejé la Casa Blanca muy de madrugada. Me dicen que amanecieron. Unos iban medios happy, otros happy y medios, pero nada les privaba de gritar como si fueran emancipados. Esa algarabía no se había visto en años, dicen los que moran por estas tierras. Las banderas de sus barras y estrellas ondeaban con orgullo. Una chiquilla, güerita, bella, era levantada en hombros por su padre y la bandera era el reflejo de la alegría. Esa noche parecía Woodstock, pero sin mota ni encuerados, solo gente cantando. Era un repudio al presidente Bush que, si por ellos fuera, mañana mismo lo echarían de la Casa Blanca.
Amanece el miércoles medio frío. Nada del otro mundo. Mi misión como corresponsal de guerra da fin en Washington. Guerra porque eso era, electoralmente. Son tantas las ilusiones que ha creado Obama, que su responsabilidad es enorme. Levanta las banderas caídas de los hermanos Kennedy y de Martin Luther King y da esperanzas a los jóvenes de 18-20 años, que se volcaron a su favor. Me hago de los dos diarios americanos. El mítico Washington Post: “Histórica victoria”, cabecea. El otro, USA Today: “Obama hace historia”. Las fotos del afroamericano y su familia con sonrisa plena. Y el Post mostrando su credencial electoral, poco después de que votó. Los llevo a casa porque servirán de colección.
EN ARLINGTON
El mismo día de la elección, fui a otear alguna otra casilla. Me dirigí al cementerio de Arlington, donde sepultan a sus muertos y están, entre otros famosos, los hermanos Kennedy y el grupo de astronautas que murieron en la misión espacial. Además, la tumba del Soldado Desconocido. Voy al Metro, 1.35 el precio del boleto, aprovecho a ver el ritual de la flama eterna, el memorial a ras de tierra donde descansa el presidente JFK, dos hijos suyos pequeños, uno recién nacido, la viuda Jacqueline y el hermano Robert Francis, el popular Bobby, caídos ambos por las balas de una conjura. Abajito de la casa del general Robert E. Lee, militar galardonado de West Point, el héroe que no quiso serlo, aquel que el presidente Lincoln ofreció ser el primer general mandamás de la Unión, en la guerra de Secesión, y prefirió irse de general de los Confederados, para rendir la plaza después y entregar la guerra a su homólogo, Ulysses S. Grant, y perder la oportunidad de ser presidente del país, como lo fue Grant. Una gente querida y apreciada, respetada éste Lee. La entrada marca un ceremonial, una foto gigante del sepelio del presidente Kennedy. La viuda y el cuñado recibiendo del cardenal el abrazo y pésame. El féretro del presidente al lado. Las tres fuerzas: Ejército, Aire y Marina se cuadran ante el comandante en jefe caído. Sobresale el general Charles de Gaulle, por su estatura. Johnson hace pucheros. Cínico.
AL CAPITOLIO
Tomo el Metro de regreso y como topo llego al Capitolio solo para encontrarlo cerrado. Imposible de flanquearlo, por donde podemos nos metemos. La policía federal a las vivas. Un letrero señala que lo están remodelando para la toma de posesión del nuevo presidente, en enero de 2009, más vale que lo pinten bien de negro. No deja de entrar turismo, grupos de estudiantes bordean el capitolio, al lado las oficinas de los poderosos senadores y diputados, los congresistas que se comenta en los restaurantes aledaños van a la comida. Los árboles bellos y de colores tienen marcando sus familias arbolarías. Son de olivos y de green ash, hojas amarillas que en este otoño se sacuden para dejar una armonía de color en el piso, entre el verde del pasto y el amarillo de las hojas caídas. Los empleados salen al lunch. Todos trajeados, muy propios. Hago un alto en el legendario diario The Washington Post, en la calle 15 en el número 1150, entre las calles L y M. Un linotipo viejo, de esos con los que se comenzó el diarismo, está a la puerta de entrada. Ese diario que cobró dimensiones mundiales cuando descubrió el famoso Watergate, que envió al presidente Nixon al exilio. Historias de esta ciudad que apenas votó por un nuevo presidente (Obama).
A NUEVA YORK
Dejo la capital del mundo. Cerca del Capitolio se encuentra la terminal Union Station, la del Amtrack, el que va volando rumbo a Nueva York, bordeando Baltimore, Filadelfia, Newark y llegar a la terminal Grand Central Station, enfrente del Madison Square Garden. Medio millón de pasajeros se mueven por estas vías, su estación es una joya colonial y, sin duda, Patrimonio de la Humanidad. Bella, antigua, hermosa, cientos y cientos se toman fotos en esa bóveda alta que da dimensión celestial (ando como poeta) Al entrar, una escena refresca a mi memoria, al lado la autopista donde Tony Soprano tomaba esa ruta de los suburbios de Nueva Jersey a su negocio, con sus cuates.
En dos horas y 45 minutos el tren rápido de velocidad nos deja en Nueva York, en pleno Manhattan. No son como el AVE español, aquel es muy moderno, veloz y parecería que va en levitación al aire. Pero éstos son muy cotizados. El boleto vale tanto como ir en avión, lo que ocurre es que se ahorra uno la hora de llegada al aeropuerto y la otra hora que te piden con antelación, además, me gusta el tren, soy gente del riel. Llegamos a la calle 24 y la avenida Park. Llueve. Nos formamos en la fila india en espera del taxi amarillo (Los taxis son amarillos porque el fundador de la Yellow Cab Company, John Hertz, leyó un estudio de la Universidad de Chicago que indicaba que el amarillo es el color más fácil de divisar) Hay frío, pero nada que paralice. Una chamarra y un chombelito al coco y a lidiar con los taxistas. Los taxistas neoyorkinos han logrado volverse habilones y gandallas, unas ratas como varios alcaldes a los que el Orfis ha dejado ir vivitos y coleando. No hay uno que no te pida su tip, su propina. Sienten que se la merecen. Creen que se la han ganado. No asaltan como los defeños, pero atracan en la propina. Si les pagas una carrera de siete dólares y les das un billete de diez, los muy habilones preguntan si quieres el cambio. Claro que quiero el cambio. Han creado una mala imagen de pedinches y pedigüeños. Vuelvo a la vida, en el hotel neoyorkino hay señal de Televisa. Veo el noticiero de López Dóriga, la tragedia de Juan Camilo Mouriño y varios mexicanos, los del avión y los de tierra. Que descansen en paz, todos.
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