Rubén Pabello Rojas
La respuesta inmediata es un ¡No! rotundo. La pregunta en si misma entraña una barbaridad. Nadie puede pensar ni por asomo, que el poder llevado al máximo autoritarismo causante de la muerte de mexicanos en general en episodios dolorosamente dramáticos, sobre todo siendo estudiantes, como sucedió en Tlatlelolco en 1968; la inmolación de Jóvenes sacrificados por balas de alguna corporación, no claramente identificada, se dice del “Batallón Olimpia” dependiente del poder ejecutivo federal, nunca, nunca podrá ser aceptada. Es imperdonable.
Díaz Ordaz correspondía a la formación política de su época en que el poder presidencial era omnímodo, prácticamente absoluto. Desde el asesinato de Obregón, el último caudillo de la Revolución, el poder del presidente se fortaleció paulatinamente. Más cuando Cárdenas expulsa del país a Calles y comienza a aumentar la fuerza ejecutiva del mandatario.
Sucesivamente el poder presidencial toma auge y se consolida. Es la consecuencia de muchos años atrás de luchas internas por el poder, después de terminada la etapa armada. Díaz Ordaz es producto nato de ese tránsito histórico del poder en México. Es la época del respeto casi dogmatico al “principio de autoridad” que nadie se atreve a desafiar.
El presidente es la encarnación de la cúspide de esa fuerza legítima, republicana, el poder del Estado depositado en una sola persona como manda la Constitución. Pronto surgen las desviaciones, los abusos del poder que son soportados por la sociedad, pero que van creando un sedimento subyacente de inconformidad.
Díaz Ordaz cree sinceramente que su más alto deber con la Patria es ejercer el poder con todo rigor, para eso fue elegido. Piensa que extremar ese deber hasta sus últimas consecuencias es su más alta exigencia como depositario del Poder Ejecutivo. Él esta elegido “democráticamente” para eso. Él solamente cumple con su alto encargo, con su histórico deber. Íntimamente lo cree.
Ignora o pretende ignorar que grandes corrientes de pensamiento nacional, advierten que el poder presidencial toca espacios excedidos y que su desempeño cae en terrenos más allá de los convenientes. En algunos espacios de la sociedad civil se considera que se abusa del poder presidencial.
Díaz Ordaz no lo cree así. El cree honestamente que está en ese sitial, precisamente para imponer el Orden Jurídico establecido, frente a cualquier intento de su menoscabo. En esto tiene razón. La figura política que tiene a su cargo la buena marcha de la nación, debe sostener esa constante, a cualquier precio. En forma inquebrantable.
Ahí tiene toda la razón, él lo creé sinceramente, él para eso está, para defender las instituciones y mantener el estado de Derecho, es el custodio de ese “principio de autoridad”, tan entronizado en esos días, como la frase: El poder no se comparte, se ejerce.
En lo que se equivoca totalmente, puniblemente, es en el procedimiento bárbaro con que quiere hacer respetar ese principio. Utiliza la fuerza de una de las instituciones más contraindicadas para solucionar el descontento popular creciente, usa al ejército.
Un ejército que después de medio siglo aún soportaba el baldón del golpe de estado de Victoriano Huerta; ejército de Porfirio Díaz, que no disolvió Francisco I. Madero y que tuvo que refundar Venustiano Carranza con el Ejército Constitucionalista hace cien años. Institución de armas de la nación, formada profesionalmente para hacer respetar el orden interno a cualquier precio, si su comandante supremo lo ordena.
Se adivina a un presidente acorralado, frente a violentos acontecimientos populares que desbordan la paz pública. Están por celebrarse los Juegos Olímpicos donde México expone su prestigio de nación moderna y en evolución ascendente.
No se defiende aquí ni menos se juzga lo indefendible, solamente se analiza una conducta en momentos tan delicados. Díaz Ordaz permite, en una decisión contra histórica, que la fuerza del Estado se utilice contra población civil. No puede en conciencia pensarse que por deseo insano deseo la muerte de inocentes, pero esa increíblemente desafortunada disposición, cargada de la más injustificable fuerza de que dispone el poder, causo la reacción inmediata de censura y enojo nacional.
Creyente equivocado de que había salvado al país, en un lance inaceptable, en su siguiente informe presidencial, con arrogancia y sin arrepentimiento asumió los costos sociales políticos e históricos que su conducta había provocado. Es el grave dilema: Hacer prevalecer incólume la potestad del Estado a cualquier costo o renunciar debilitando su esencia.
Hoy el país sufre condiciones dramáticas de inestabilidad, de vacío de poder. El drama nacional del 68 llevo a una crítica valedera al sistema autoritario del presidencialismo, pero ello condujo a una pérdida de la irrenunciable fortaleza del gobierno, que se torno medroso. Ello gradualmente fue aflojando la estructura del poder y se extendió el debilitamiento de toda la estructura de ese poder, que por su abuso, sembró la lasitud y sus consecuencias actuales.
Consecuencias que hoy con un gobierno de la República acotado, con esos antecedentes y presionado por la comunidad nacional y por la crítica internacional, debe asumir su deber y restituir al país aquella Paz Pública, ese Orden Jurídico, ese Estado de Derecho tan paulatinamente deteriorado y cuyos síntomas son de una trascendencia sumamente preocupante.
Hoy por hoy es la exigencia nacional, ese es el gran reto, el grave dilema del menguado poder presidencial, sobre los hombros y la conciencia de Enrique Peña Nieto.