Gilberto Haaz Diez
*Cuando la lucha de un hombre comienza dentro de sí, ese hombre vale algo. Camelot.
Abro la puerta de la casa y decido caminar. Dejo el auto. La prescripción médica siempre recomienda caminar, aunque Henry Ford decía que el ejercicio es una bobada: si estás joven no lo necesitas, y si estás viejo no puedes hacerlo. Lo hago de vez en cuando. A media cuadra diviso su figura. Es una figura cotidiana, de mi rumbo, lo que ocurre es que lo veo siempre desde arriba del auto. Ahora caminamos casi juntos. Me le emparejo. Su figura resulta algo familiar al entorno del barrio donde vivimos, él hace muchísimos años, yo, hace no tantos. Enjuto. Pelo encanecido. Va vestido con su gorra clásica pelotera, que sirve para tapar sol y frío, pantalón de dril, chaleco al pecho para protegerse del tiempo y botas camineras, de esas duras que aguantan kilómetros y kilómetros y una mochila al hombro. Lo veo, le saludo y ahí vamos, caminamos la misma calle, nuestra senda es por el mismo rumbo. Al brazo izquierdo carga sus periódicos. Llevará unos treinta a esas horas de la mañana. Vende diarios desde hace muchísimos años, 12 para ser exactos, y se despierta cada mañana a las 6:00 para recogerlos. Los locales y uno que otro estatal.
Cómo le va, le pregunto. Responde que bien, y ahí vamos caminando uno al lado del otro en una mañana no tan fría, típica orizabeña, de las que presagian los fríos que vendrán. Dejamos atrás el mítico y legendario Cerro del Borrego.
Lo veo de reojo y no sé por qué me acuerdo del viejo del relato de Ernest Hemingway, aquel de El Viejo y el mar, la novela ganadora del Pulitzer, por la que se embuchacó más tarde el Nobel. Recobro aquella visión: “Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e imbatibles”. Quizá viva los 104 años que vivió Gregorio Fuentes, el personaje cubano de la inspiración de Hemingway.
El vendedor de periódicos callejeros, de entrega casa por casa, se llama Juan.
Es un viejecito en buen estado de salud, se lo aplaudo y le digo con envidia que ojalá muchos llegáramos a esa edad con esas ganas de trabajar porque, si los vivo, le dije, andaré tirando la fiaca. Él lo hace por dos razones: una, la necesidad de allegarse unos pesos diarios, otra, el de la salud, porque caminar diario diez o quince kilómetros no es cualquier cosa.
Le hago una Consulta Mitofsky, saco el Roy Campos que todos llevamos dentro y pregunto cuántos vende de cada diario, me dio respuesta y entendí que con eso se da uno cuenta qué diarios operan en el mercado y a qué cantidad. A sus 71 años, camina por las calles de la Unión Obrera. Por allí vive. En la Alameda rompemos filas, él a su ruta a seguir con las entregas a domicilio, yo, rumbo a mi oficina.
Mas tarde, al hojear los periódicos locales en la llamada nota roja, me asombró ver a un chaval de 17 años, un menor de edad detenido por jaulero, de los que osan meterse a robar a las casas, y pensé cómo una vida que apenas empieza comienza en la inutilidad y el crimen, y otra que se extinguirá vive en la cotidianidad del trabajo positivo, útil y con un legado de ejemplo y orgullo a sus hijos y nietos y a su esposa, si aún le vive. Ese es el viejo Juan.
LOS NOMBRES MALDITOS
Hay nombres que son malditos. Salados. Nadie quiere poner a sus hijos ni Judas ni Hitler, aunque se llamara Adolph. Sin embargo pululan los Jesús, porque fue un hombre bueno. Leo ahora en El País que hay una casa maldita, como las casas donde espantan. Es de Joseph Goebbels, que Ministro de Propaganda de Hitler fue y que, cuando avanzaban los Aliados a tomar Berlín, se envenenó junto a sus seis bellos hijos y su esposa en el Bunker del patrón (Wikipedia dice que “los rusos, los embalaron y se los llevaron. Sus restos fueron enterrados en los jardines del cuartel general del KGB en Magdeburgo en 1946. Más tarde, Yuri Andrópov, presidente del KGB, ordenó quemar por completo y destruir definitivamente los restos de los Goebbels, de sus hijos, de Hitler y de Eva Braun. Sus cenizas fueron arrojadas al río Elba”). Siempre era mejor suicidarse que quedar en manos de los rusos. Eisenhower no tuvo vergüenza al dejar que a Berlín la tomaran esos salvajes. Stalin era peor que Hitler, ni dudarlo. La Villa, llamada Borgesse, “sobrevivió a las bombas de los aliados y se convirtió, ironías del destino, en un exclusivo centro que fue usado por las juventudes comunistas del nuevo régimen hasta que el famoso muro de Berlín se derrumbó, otro hecho histórico que convirtió al Gobierno de Berlín en el nuevo propietario de la famosa villa y de un terreno de 16,8 hectáreas”. La casa quiere ser subastada, pero los propietarios y el Municipio no quieren que se convierta en lugar donde los Nazis que perviven lo utilicen como fuente de peregrinar. Por eso cuando uno llega a querer comprarlo, te indican para qué lo quieres. Lo ideal sería un sanatorio, hospital o internado o clínica. Vale 15 millones de euros, no es cualquier ganga. ‘Es un idilio de soledad’, anotó Goebbels en su diario al referirse a las cualidades de su nueva propiedad. ‘Aquí se puede pensar, trabajar, leer y no recibir llamadas telefónicas ni correspondencia’. “Cuando las obras de remodelación fueron finalizadas, en 1939, la villa contaba con 40 habitaciones, otras 70 para el personal de servicio, una sala de cine de 100 metros cuadrados y un búnker. Pero Goebbels aprovechó la idílica soledad para dar rienda suelta a su feroz apetito sexual, que le valió el apodo del macho de Babelsberg. ‘No tenemos prisa en vender la propiedad’, dice un concejal, quien admite que la mantención de la villa y del terreno le cuesta al contribuyente berlinés unos 150 mil euros al año”.
EL HIMNO A VERACRUZ
Una lectora me corrigió de rapidito. Como uno ya no va a la escuela, ni siquiera a ver a los nietos, me dijo que el Himno a Veracruz se sigue cantando en los actos cívicos de los colegios, públicos y privados. Vale, pues. Aclarando amanece.
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