Este año cumple 85 años de vida y seis décadas constantes de creación artística José Luis Cuevas, sin duda, uno de los artistas más influyentes del arte en México de la segunda mitad del siglo XX. Un artista sin el cual, no podríamos entender el arte de nuestro país. Crear un lugar significa poner límites, delimitar introduciendo un espacio o vaciándolo. Sacar el espacio de cualquier dibujo es para Cuevas configurar un lugar, entre la vida y la muerte, desde donde contemplar el horizonte y entregarse a la luz y al trazo que la propia luz crea. Dibuja para corregir. “Quienes dibujamos – dice el poeta inglés John Berger- no sólo dibujamos a fin de hacer algo visible para los demás, sino también para acompañar a algo invisible hacia su destino insondable”. El arte de Cuevas, brota, es un juego incesante de formas, volúmenes, lenguajes. Todo se combate y se recrea al mismo tiempo. Sentido inverso de la realidad: estructuras que producen movimiento, sonido.
Mientras en la Europa de mediados de los años cincuenta se imponía la obra de los expresionistas abstractos norteamericanos como Willem de Kooning, Jackson Pollock, Esteban Vicente, Theodoros Stamos, Mark Tobey, Franz Kline y Robert Motherwell, y de los informalistas como Luis Feito, Manolo Millares, Rafael Canogar, Antonio Saura, Antoni Tâpies, Josep Guinovart, Pierre Soulages, Jean Fautrier, William Scott, Emilio Vedova, Alberto Burri, entre muchos; es cuando José Luis Cuevas realiza sus célebres litografías sobre la obra de Quevedo, Kafka y el Marqués de Sade.
En algunos dibujos y grabados el artista vuelve a “recomponer” las figuras, les da una composición para lograr el efecto deseado. Le gusta contrastar superficies: trabajar en la organización del espacio, romper, rasgar, es decir, unificar. El símbolo es realidad e irrealidad, juego lingüístico que encuentra un significado importante en la obra de Cuevas. Este aprovechamiento no sólo evoca su creatividad figurativa, donde recrea agonías, crímenes, cúpulas, desvaríos, monstruos y monstruosidades humanas. De forma atrevida y sarcástica, se pierde en múltiples imágenes que van generando cierto gestualismo expresionista, lo que situó su obra, junto a otros artistas latinoamericanos – Jacobo Borges, Ricardo Martínez, Armando Morales, Fernando de Szyszlo y Francisco Toledo-, en un fecundo espacio que recapitulaba críticamente el pasado, próximo y lejano, y que despuntaba como una fabulación reinventada de la figuración.
Cuevas ofrece una lectura de su trabajo que está por hacerse, y no sería en vano porque subraya la naturaleza de una obra que no culmina todavía sino que ha convertido su lenguaje en materia artística, en un creador sin retorno, pero sí en el centro “reformulador” del cambio estético contemporáneo. Toma y retoma una voz poética poblada de símbolos que van más allá de la epitafia del arte. Cuevas respira aires inéditos constantemente y cada trazo es una fugaz imagen nostálgica, es una meditación sobre el inicio de imaginar sin premuras, para desentrañar la complejidad cotidiana, a la vez que fundamenta conceptos cognitivos de su actividad artística: línea, movimiento, signo que se encuentra perdurable. Cada trabajo resulta complejo, rico y deslumbrante.
Al observar en retrospectiva su trabajo, llego a pensar que me encuentro ante la presencia de un artista que produce una seducción por lo subjetivo y lo poético, ahondando en la relación figura-signo. Fruto de estas atracciones fueron sus series sobre Sevilla, sus estudios, los secretos de Walter Raleigh y sus interminables autorretratos. Símbolos que descifran el laberinto, por caótico que parezca, interminable del artista. Y no me extraña que, siguiendo este proceso, sea el mismo Cuevas quien se pierda en esa complejidad estética. Metáfora sorprendente, conjunción y disyunción de los espacios que Cuevas profana.
Ya en 1965 Cuevas se libera de influencias estéticas y extra estéticas para abrir camino a su lenguaje individual, único e inédito, que usa y repite en dibujos, grabados y, recientemente, en esculturas. Transforma su imaginación en realidad, crea un registro personal de la memoria. Manicomio, Mujeres del siglo XX, Comedia humana I y II y Funerales de un dictador, son registros expresivos en el cual sorprende la exasperada voluntad por decir. Su dramatismo y su poder radican precisamente en su definición.
El sentido de la composición en la obra de Cuevas es romper los límites. Crear un espacio pictórico es delimitar, concretar escenarios, delimitar introduciendo, concretar vaciando. Entretejer un dibujo es crear un lugar donde se contempla la atmósfera y se descubre la materia.
En la década de los sesenta y setenta descubre nuevamente a Picasso, Klee, Matisse, Braque, al círculo cubista; confronta su trabajo con Antoni Tàpies, Albert Ràfols-Casamada, Pierre Alechinsky, Antonio Saura, Frank Auerbach y el francés Pierre Soulages. Se interesa más por la línea que el ojo pierde, encuentra y vuelve a perder, al grado de reinventar cada trazo. Se concentra, se pierde, pierde el sentido del tiempo, pero rescata el espacio.
Cuevas lo va más allá; crea un espacio externo, no se conforma con construir formas sino tiende a destruirlas. Todo el peso de las figuras se concentra en la composición, en el ritmo que gravita en su composición. Si Matisse elevó el trazo a forma poética, Cuevas cuestiona y define el espacio de la esencia de la línea: su propio límite. El elemento estético y poético del dibujo es, y era desde el siglo XIV, un espacio considerado como transformador de volúmenes; por ello Cuevas cuestiona el vacío que produce un dibujo, el espacio que crean los materiales.
El sentido de Cuevas se concreta y madura en los sesenta, se basa en la simplicidad, en la eliminación de excedentes retóricos que produce la imagen; en él destaca la modulación de los espacios y la orquestación de lo no dicho: la energía de la figura adquiere categorías de signo.
Cuevas comienza sus trabajos con esa concentración que pide el poeta, el alquimista, el místico. Este silencio no es el del minimal. El vacío de Cuevas es la experiencia transgresora del arte conceptual, sino la materia austera de la creación y el culto que el artista le profesa. Rito mágico que descubre sentidos, ordena perspectivas, perturba el asombro.
Dibujar para Cuevas es imponerse sobre los materiales (ponerse en su espíritu, no superponerse) y, sin dejar de ser esa materia, darle vida, un hálito, un ser a un nuevo nivel, el artístico. Así, pues, la obra de Cuevas pertenece a una sensibilidad única, íntima, intransferible, cuyo eje elemental es y será la anulación del tiempo. Ha domesticado la rebelde figura y el vacío constante, es decir, ha logrado percibir el espacio del universo. Piensa que el dibujo se diluye entre el ritmo de un trazo, hay que entenderlo, profanarlo y observarlo. Pero, en último término, su comprensión no es asunto de conocimiento, sino de intuición, como lo demostró en la serie de grabados dedicados al Marqués de Sade. Se intuye con la mirada, dice Cuevas, se destruyen las formas y se consolida en el resultado final, ya sea gráfico o plástico.
Cuevas entiende que el dibujo se convierte en un drama de elementos formales que dialogan y se articulan entre sí; hay que observar detenidamente sus autorretratos para descubrir en cada línea el espacio intermedio como signo de configuración estética. De aquí también su búsqueda por la significación de los materiales. Cuevas jugó con los papeles, es decir, se articula en su mismo espacio. Mancha, levita, cuelga, desgarra, crea tensiones dramáticas, figuras uniformes que originan nuevos mundos.
Cuevas orquesta, juega con los conceptos, pues el uso de los materiales y el papel se lo permiten. Al suspenderse, la línea se articula en diversos relieves. Crea formas que son, en palabras de Octavio Paz: “monstruos que no están únicamente en los hospitales, burdeles y suburbios de nuestras ciudades: habitan nuestra intimidad, son parte de nosotros (…) El pensamiento de este artista está regido por los principios del magnetismo y la electricidad.[1]. Como dice Paz, cada personaje mancha, define, transforma la realidad; esta suspensión “real” da un carácter individual a la atmósfera poética-visual del artista. Sobre todo, al originarse nuevos espacios de sobra y luz, para gravitar en la memoria.
La definición de mancha y linealidad, de la superficie como espacio poético y de los volúmenes como forma visual, que tanto preocupó al constructivismo, aparece concretado en la de Cuevas en los años ochenta, con una sobriedad muy cerca de la delicadeza, que se puede reflejar claramente en sus dibujos y en su obra gráfica. Quizás toda esa concreción de ideas sea su serie Intolerancia, donde el espacio es un enigma yuxtapuesto al significado de las ideas. Esto es lo que la teoría del sociólogo e historiador francés Francois Furet ha llamado como el modo de asociarse y relacionarse con un conjunto de espacios ajenos, que mágicamente aparecen y desaparecen, se entrelazan y desencadenan significados inéditos.
Picasso, Matisse, Klee, Miró y más tarde Antoni Tâpies devolvieron la idea de la forma a la pintura. Cuevas cuestiona y contradice, no esta relación figura-espacio-tiempo, sino la revelación sorprendente de la expresión gestual, es decir, la obra como cuestionamiento de un espacio donde construcción y destrucción se unen. El arte, como apoyo de la meditación, explora el espacio como el silencio a la muerte. El espacio es una viviente totalidad, un fragmento corporal. Convoca y transgrede. No imagino la obra de Cuevas desde otra claridad, desde otra transparencia.
En más de cincuenta años de producción artística, José Luis Cuevas se ha movido por la energía de puntos contrarios: espacio-tiempo. Y vuelvo a sus primeros dibujos: Copia de Orozco, 1949; Retrato imaginario de Diego Rivera, 1951, Luis Buñuel, 1953; Durante la lectura de Kafka, 1957; Apunte del natural de un cadáver, 1954, Gran señor (tres figuras), 1960; sus series de Autorretratos de 1980; sus pequeñas cajas –objeto de 1978 y 1980; sus libros de artista con poetas. Por ejemplo, Cuevas blus que hizo con el escritor francés André Pieyne de Mandiargues – editado en París en 1986- o los que realizó con Miguel Ángel Muñoz Convergencia, 2002, y Líneas paralelas, 2006, editados en México-. Creación y contradicción continua que revela un horizonte que nos guía por su camino. Infinitus y límite. Este espacio tiene signo de acontecimiento. Como ya se ha visto, la obra de Cuevas responde a la invención de los límites. Forma vacía, paradigma contrario; exterior e interior. En lo interior culmina sus secretos, en lo exterior logra entablar un diálogo estético concreto. Confrontación radical, pero acertada.
Recuerdo que el poeta español José Ángel Valente me hablaba del silencio como signo de la poesía: “Porque el poema tiene por naturaleza al silencio”. El dibujo de Cuevas tiene como arte la composición del silencio. Un signo unificante y unificado que está lleno de símbolos, que tenemos que descubrir a cada momento de nuestro propio espacio, quizás lleno de límites y de secretos.